Todo en exceso es contraproducente, incluso la felicidad debe ser suministrada en dosis equilibradas o se corre el riesgo de perder la orientación sobre la realidad.
¿Conoces a alguien que siempre diga a los demás cuando expresan sus sentimientos negativos frases como: “todo estará bien” o “no pasa nada”? ¿O alguna persona que ataque y castigue a los demás haciéndoles sentir que está mal estar triste? Pues esos son síntomas que indican una actitud “positivista tóxica”.
Las emociones cumplen cada una función, reprimirlas no hace que desaparezcan, por el contrario, como un virus, mutan haciéndose más fuertes. Ni buenas ni malas, son emociones y, a cada una se debe dar su justo valor, ya que son interdependientes, necesarias todas para que existan como unidad.
Una persona que pretende siempre estar alegre, que ante los problemas asume una actitud de “no pasa nada” o “todo está bien”, genera un impacto negativo tanto para sí como para su alrededor.
Querer imponer una actitud optimista o positiva las 24 horas del día termina por producir aislamiento. Las personas temen acercarse o expresar sus sentimientos ante quienes son intolerantes con las emociones consideradas desagradables.
También resulta muy incómodo compartir con alguien que te juzga, critica o ataca por sentir de una manera y no de otra.
Cuando asumimos un “optimismo tóxico” creamos una personalidad paralela, es como vivir una realidad virtual en la que los problemas no existen y todo es agradable y perfecto. La vida es movimiento, transformación y caos. Sin estos elementos es imposible llegar al equilibrio.
Vivir es aceptar, honrar y perdonar. Para procesar las emociones debemos atrevernos a sentirlas, nombrarlas y describirlas. Observar cómo nos hace sentir, qué es lo que nos produce esa sensación de desagrado, qué reacciones físicas produce en nuestro cuerpo.
De esa manera alcanzamos la madurez emocional para procesar nuestras experiencias de vida tal cual son, viviendo en el aquí y en el ahora.
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